El novelista como dramaturgo

Cómo escribir escenas y diálogos

Habitualmente es posible distinguir, en un relato, entre dos registros que se alternan. Uno es el de lo que podríamos llamar el resumen: la serie de hechos que se narra de manera general y a distancia. El otro es el de la escena: cuando nos detenemos en una situación concreta y vemos a los personajes actuar ante nuestros ojos. ¿Cómo abordar, al escribir, esos momentos?

Qué se puede aprender de Marlon Brando

Es común que el escritor se sienta cómodo en el registro del resumen: está en su propio terreno, el de las palabras, y puede dar cuenta de los hechos redactando con continuidad y en su propia lengua, sin interrupciones y explicando lo que crea necesario, todo lo que ocurre en su novela.

Pero, en las escenas, son los personajes los que mandan. Son ellos los que toman la palabra en los diálogos y son sus zapatos los que hay que ponerse para que actúen convincentemente. ¿Cómo abandonar adecuadamente nuestro discurso para permanecer en un discreto segundo plano, apuntalándolos, mientras despliegan a solas o de a varios su propio drama?

Podemos proceder de un modo análogo al de los actores formados en el Actor’s Studio que emplean el Método Stanislavski. Algunos de sus preparativos para afrontar una escena pueden ser útiles también para escribirla.

Lo primero es tener claro (y cada vez más claro y en detalle, a medida que nos internamos en la escena) los elementos concretos con que contamos.

Uno es el espacio, el lugar a nuestra disposición. ¿Espacio abierto o cerrado?  ¿De día o de noche? ¿Tranquilo o ruidoso? Cada rasgo que caracteriza el espacio tiene además una causa. ¿De dónde viene el ruido? ¿A qué se debe el silencio? ¿Es este espacio el más adecuado para la escena o sería mejor otro? Si es así, ¿permite la trama cambiarlo? Y en todo caso, como un escenógrafo, ¿qué elementos y bajo qué disposición los ubico en este espacio para que sirvan a la escena como conjunto?

Otro es la situación, su urgencia o su falta de ella. ¿Se trata de dar una noticia, tomar una decisión, establecer un vínculo, romperlo? ¿Cómo encuentra la situación a cada personaje? ¿Él o ella la han propuesto, los toma desprevenidos, la aceptan, la rechazan? ¿Cómo reacciona cada uno a lo inesperado?

Todo esto suele ir descubriéndose a medida que se escribe, a partir de una idea general. Debemos tratar de que ésta sea lo más precisa posible antes de empezar a escribir y luego estar atentos a todos los detalles que se nos ofrecen según vamos explorando la situación.

Debemos también saber qué lugar ocupa la escena en la trama. De dónde vienen los personajes y a dónde se dirigen. Esto determina sus entradas y salidas de escena, así como su conducta en ella.

Otelo y Desdémona justo antes del crimen (Othello, Orson Welles, 1952)

Concreto y abstracto

Hay dos aspectos en cualquier escena. Uno concreto: quiénes, dónde y en qué momento coinciden para vivir esa escena y qué ocurre efectivamente en ella. Todo eso debe ser cubierto: tiempo, lugar, personajes y su acción concreta (ya sea hablar, pelear o hacer el amor, todo lo cual ocurre de determinado modo y con determinadas consecuencias hacia las que queremos llevar la escena).

El aspecto “abstracto” consiste en lo que queremos transmitir, a veces de modo explícito y a veces sin declararlo, pero sugiriéndolo a través de la acción y sus resultados. La actitud básica que hay que mantener es la de hacer suceder todo lo concreto que la escena exige (Otelo asesina a Desdémona, por ejemplo), mientras no se deja pasar oportunidad, a través de todos los elementos que intervienen y en especial de lo que hacen y dicen los personajes, de deslizarlo en la situación. Siempre hay un momento oportuno para que algo ocurra o se diga y hay que saber reconocerlo dentro de la acción continua y concreta que la escena implica. Hay que saber valerse de los elementos que la escena provee para esto. Otelo, en la versión de Orson Welles, por ejemplo, se sirve de un pañuelo como el que tanto le reclamó a Desdémona para ahogarla al final. Es bueno servirse del atrezzo, de los objetos que la trama y las situaciones deslizan en la historia. Es una manera de concretar esa abstracción –la idea- que queremos transmitir.

Con un ojo en lo concreto y otro en lo abstracto, entonces, enfrentamos la escena. Un actor haría lo mismo: su escena concreta puede ser cargar un arma, pero lo que le interesa transmitirnos con su acción es su miedo a la batalla. Esto determina su conducta mientras cumple la acción obligada.

Podemos considerar entonces a los personajes como lo hacen los actores. Eso ayudará al autor a salir de sí mismo y también, como un actor, a interpretar a sus personajes, a hacerlos moverse y hablar como ellos mismos, quitándose él mismo de delante de la vista de sus lectores para, en cambio, ofrecerles lo que quiere mostrarles (y descubrirlo así también él).

Entrenador y jugador (Director y actor: Lindsay Anderson y Richard Harris en el rodaje de This sporting life, 1963)

Motivación y carácter

Dos preguntas esenciales para un actor del Método son: ¿Qué es lo que quiero en esta escena? ¿Qué hago para conseguirlo?

Saber qué interesa a nuestros personajes en una situación concreta, que los mueve a actuar o reservarse, hablar o callar en uno u otro momento, es una guía eficacísima. Es esto lo que debemos preguntarnos a cada momento mientras la situación evoluciona y se van cumpliendo las distintas etapas de la escena.

Una escena tiene etapas: si vamos a acabar con una ruptura, por ejemplo, primero se plantea el conflicto, luego parece que llegarán a un acuerdo, algo se interpone, lo solucionan, surge otros problemas, no logran solucionarlos y así llega la ruptura. Son puntos que corresponden a actos y palabras muy concretos, a partir de los cuales la acción en curso modifica su orientación y su sentido inmediato (conviene mantener oculto su sentido último, que se revelará cuando la escena se resuelva).

Más cosas que el actor tiene en cuenta: de dónde viene y adónde va. Y cuál es su equipaje, tanto su carga como sus herramientas. Son éstas las cosas que puede poner en juego, sus recursos, así como sus fatalidades, que preferiría dominar.

Stanislavski insiste en la necesidad de que un actor trace una línea continua con sus acciones, para que no haya momentos muertos y su evolución sea plausible. Es bueno seguir a los personajes de la misma manera, a lo largo de la escena y de toda la trama. En cada pequeña escena es toda la trama la que está en juego, ya que lo que pase depende de lo que pasó antes y lo que ocurra luego de lo que suceda ahora.

Tener un claro retrato físico del personaje, de su modo de verse, mostrarse y actuar, es importante a la hora de ponerlo en escena. La puesta en escena es la actualización de una potencia: si Aquiles es valiente, deberá mostrarlo en la batalla, así como la forma específica de su valentía.

Una escena puede incluir uno o varios personajes que interactúan entre sí y con el decorado. Todos estos elementos se afectarán entre sí y hay que sacar partido de esta interacción y dependencia. Cada uno podrá ser lo que los otros le dejen o animen a cumplir. Las distintas líneas continuas se entrecruzan. El autor debe tenerlas todas presentes, en sus distintos grados de importancia, a la hora de cruzarlas en una escena.

Otra cosa importante: los personajes deben desarrollarse de acuerdo a su lugar en la trama. No hace falta dar a cualquier personaje circunstancial tantos rasgos como al protagonista. La caracterización debe ser suficiente en función del rol de cada actor, tanto en la trama como en la escena.

¿Qué ficha jugar? ¿Qué movida hacer?

Improvisar y elegir

Por último (y por ahora), recordemos que un método es una práctica orientada por la teoría pero abierta a las circunstancias y ocurrencias imprevistas, que son las que permiten descubrir cosas sobre la marcha. Aquí nos ayudará el concepto de creatividad pertinente o impertinente: debemos ser capaces de juzgar si una ocurrencia sirve a la escena, haciéndola más compleja o interesante, o no es una buena idea, porque distrae de lo esencial o complica sin aportar nada sustancial. Para esto, una vez más, debemos tener claro cuál es nuestro tema y qué aspecto de él estamos desarrollando en la escena. Eso determina qué es útil y qué no para nuestros fines, así como el camino que conviene seguir.

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Aprender a escribir

El tiempo recobrado

Escribí El ruido y la furia y aprendí a leer.

William Faulkner

La gran época de la novela clásica fue el siglo diecinueve, la gran época de las vanguardias fue la primera mitad del siglo veinte, la gran época del libro de bolsillo fue la segunda mitad del mismo siglo, nuestra época parece marcada por la explosión mediática y la digitalización generalizada pero no sabemos en qué será grande. Un fenómeno comprobable, sin embargo, es el de la multiplicación de los que escriben y publican, ya sea en papel, online, en editorial o por cuenta propia. Un fenómeno curioso y en apariencia contradictorio, en un mundo cuyo lamento por la decadencia cultural, que siempre encuentra un escalón más bajo, resulta una música de fondo tan constante como difícil de apagar o desoír. En ese crepúsculo de las letras, las artes, la política y todo lo que no es tecnología, cada vez más no sólo escriben sino también, a pesar del interesado y cotidiano espectáculo del triunfo de la ignorancia, se esfuerzan en aprender cómo hacerlo. Puede que la demanda no sea tan alta como querrían los capaces de enseñar, pero aun así es evidente que la relativa proliferación de oferta docente se basa en un interés por parte de un público. Un público, por otra parte, como el grueso de cualquier público actual, ansioso en su mayoría por pasar al otro lado de las candilejas, y no sólo por vanidad sino por causas más profundas, desde el deseo de reconocimiento estudiado por Hegel hasta la necesidad de un sentido para los propios actos cuya suspensión, naturalmente, es difícil de tolerar.

La mayoría de los individuos empeñados en este intento son lo bastante lúcidos y razonables como para advertir, por debajo de estas pulsiones, otro tipo de cuestiones que la escritura pone en juego y a las que es capaz de ofrecer algunas respuestas. De la misma manera, cualquier profesor de este arte que muy probablemente, como tantos en ésta y otras disciplinas antes que él, enseñe ante todo por ineludible necesidad económica, mejor atendida en su caso por ésta que por otras prácticas, puede reconocer, además de la crematística, otras satisfacciones y otros valores vinculados a su tarea. Sin embargo, volviendo a la cuestión de la época y a la sobreabundancia contemporánea de vocaciones de poeta, si se las puede llamar así, dentro de un contexto cultural depresivo, según las apreciaciones más habituales de los interesados, cabe hacerse una pregunta. Tanta enseñanza, tanto aprendizaje, ¿señalan un alba o un ocaso? ¿Expresan la riqueza o la pobreza de una actividad?

La búsqueda de una voz propia

Como el optimismo afirmativo no liquida la sospecha pesimista que lo sigue como si fuera su sombra, como la fórmula de Gramsci recomendando un “optimismo de la voluntad” unido a un “pesimismo de la inteligencia” marca los polos de una ecuación pero ésta no ofrece siempre el mismo resultado en el análisis de la realidad, para encontrar el punto medio donde está el nudo de la contradicción podemos recurrir a lo que dice Guy Debord en La sociedad del espectáculo (Tesis 40) sobre la supervivencia ampliada (cursivas del autor): Este incesante despliegue del poder económico bajo la forma de la mercancía, que ha transformado el trabajo humano en trabajo-mercancía, en trabajo asalariado, conduce, por acumulación, a una abundancia en la cual la cuestión primordial de la supervivencia se encuentra obviamente resuelta, pero de tal manera que tiene que reproducirse constantemente: se plantea en cada ocasión en un grado superior. El crecimiento económico libera a las sociedades de la presión natural exigida por la lucha inmediata por la supervivencia, pero estas sociedades no se liberan de su libertador. La independencia de la mercancía se extiende al conjunto de la economía sobre la cual impera. La economía transforma el mundo, pero sólo lo transforma en un mundo económico. La seudonaturaleza en la cual se encuentra alienado el trabajo humano exige la continuación hasta el infinito de su servicio, y este servicio, que nadie más que él mismo juzga y valora, consigue, de hecho, convertir todo esfuerzo y todo proyecto socialmente lícito en servidor suyo. La abundancia de mercancías, es decir, de relaciones mercantiles, no puede significar otra cosa que la supervivencia ampliada.

De este modelo es posible extraer dos analogías. La primera se puede observar en la permanente crisis de público que enfrentan todas las artes, aun si nunca fueron tantos como ahora los consumidores de cultura. Al tratarse de un mercado, en él se compite y es el juego de la oferta y la demanda, manipulable por los inversores, el que determina la circulación social y el destino inmediato de una obra mucho más que sus valores intrínsecos. Esto puede parecer una obviedad, pero no lo es naturalmente sino sólo dentro de una seudonaturaleza como la mencionada por Debord. Dentro de esta creciente entropía mercantil, un valor desplaza y sustituye a todos los otros. Por eso Brecht, en Hollywood, decía que les veía el precio hasta a las hojas de los árboles. Cuanto más, en la práctica, bajo criterios rigurosamente comerciales, la cultura es tratada como un entretenimiento por productores y consumidores que no pueden ser otra cosa, más ella misma no puede ser ni hacer valer nada distinto, con el consiguiente empobrecimiento de su función, diametralmente opuesto al crecimiento de su mercado, que no se alimenta de lo mejor, sino de lo más rentable. 

Escuela de paciencia

La segunda analogía se desprende de la primera y presenta la misma paradoja, según la cual, así como el tratamiento mercantil de la cultura reduce ésta a un entretenimiento, aunque masivo, también la estandarización de los valores literarios opera en la escritura una particular síntesis de mediocridad y excelencia, inmediatamente apreciable en los resultados propuestos e incluso recomendados a los lectores. Esta síntesis es una solución de compromiso entre dos escalas de valores, la cultural y la comercial, que por mucho que insistan y lo deseen no logran confundirse. Y es por eso que recurren a un pacto conformista como éste, ilustrado por todas esas novelas aceptablemente escritas pero tan respetuosas de las convenciones consensuadas por los hábitos de lectura que sus posibilidades de estimular en el lector cualquier diferencia respecto al por todos denostado “pensamiento único” son nulas. Todos estos libros compiten bajo una sola y misma regla, la de la oferta y la demanda, que determina su identidad ya desde su concepción así como decide su significado y su sentido últimos. José Arcadio Buendía, como recordarán los millones de lectores de Gabriel García Márquez, no jugaba a las damas porque decía no ver sentido en una contienda cuyos adversarios están de acuerdo en los principios. El precio del acuerdo que procura fijar, preservar y promover pragmáticamente unos valores, más que creídos, impuestos por las circunstancias, debidas a su vez a un estado de cosas refractario a la crítica, es la imposibilidad de una discusión seria sobre aquellos, con el consiguiente convencionalismo característico hasta de las propuestas en apariencia más arriesgadas que se hagan en tal contexto.

Hubo un tiempo en el que la literatura era una novedad: pocos sabían leer, luego cada vez más, y para éstos era nuevo cuanto se callaba en los lugares de predicación habituales pero podían encontrar en esos objetos tan aptos para salvar de la quema llamados libros. Concluido hace no tanto tiempo el proceso de alfabetización que tan crucial pareció en una época, en nuestros tiempos de lo que podríamos llamar postalfabetismo la novedad no se busca en la lectura, para quien está interesado en las letras, sino en la posibilidad de escribir y ser, eventualmente, leído. Puede ser un efecto de la pérdida de intimidad propia de la era de la intercomunicación, en la que el aislamiento reflexivo cede espacio a la interactividad, pero, así como la crítica ocupa un lugar cada vez menor, cada vez son más los que emprenden el estudio de las letras a través de la práctica. No el estudio de la literatura, con el conocimiento de la teoría y de las obras como objetivo, sino el del arte de escribir, utilizando modelos y técnicas para devenir creador.

Nulla dies sine linea

Que exista un saber a transmitir en este campo, aun si esto significa cierta simplificación de unos problemas complejos y algún grado de esquematismo en función de una aplicación más inmediata, es positivo y representa un avance para la cultura y su divulgación. Pero quien quiere aprender a escribir hoy en día se enfrenta, precisamente, y ya en la raíz, a la encrucijada antes descrita entre cultura y comercio, que procuran hacer sinergia pero no pueden evitar el conflicto entre los intereses que ponen en juego. El traslado a la práctica de la escritura de los métodos y técnicas de solución de problemas propios de la cultura del management y de la empresa, y sobre todo de la actitud pragmática característica de su enfoque, puede aportar un marco realista al escritor y una orientación a resultados, como reza su dogma, que lo ayuden a concretar en textos completos unas ideas que de otro modo podrían no pasar nunca de vagas ocurrencias y tanteos. Sin embargo, no es suficiente con esto para escribir una obra valiosa, es decir, que además de cumplir con las convenciones de uno u otro género pueda expresar algo de la realidad. El discurso del amo, en este caso el del modelo productivo por vías repetidamente probadas, siempre encuentra quien lo aplique con el éxito esperado; incluso hay quienes triunfan así en sus negocios y se hacen millonarios. Pero esta ínfima minoría no libera al resto, que alienado bajo unas recetas sordas a sus auténticos problemas puede perderse errando en torno a un modelo inadecuado por tiempo indefinido. En este campo, teoría y técnicas podrían ser como la ciencia y la tecnología en el del desarrollo empresarial: base de dogma y manera de hacer cuya aplicación, presumiblemente, dará a la materia la forma buscada. Así, la planificación querría asegurar desde el principio el cumplimiento de lo previsto y lo ideal sería poder ajustar de entrada la oferta a la demanda, en este caso la de los lectores. Pero la materia, es decir, la historia por narrar, el tema y hasta la voz en ciernes del escritor que está tratando de encontrarla, ofrece una resistencia al orden que se le procura imponer y no es insistiendo como se logra hacer calzar a un pie en un zapato que no es de su número. Esa materia ha de ser conocida y es entonces cuando la crítica encuentra su función creadora. En el mundo sin revés de la publicación comercial, anulado el valor de la crítica como conocimiento, sólo quedan la producción y su rentabilidad como objetivos del trabajo. Pero no es el saber encarnado en teorías y técnicas, por más prácticas que éstas sean, el que puede enseñarle algo al aprendiz de escritor sobre su propio mundo y su conciencia, sino tan sólo el sentido crítico que sea capaz de desarrollar y aplicar. Karl Kraus escribió que un artista es alguien capaz de hacer, de una solución, un enigma. Análogamente, no serán las soluciones prefabricadas las que enseñen a nadie a escribir sino, por el contrario, los problemas imprevistos. Al tratarlos es cuando la escritura encuentra su función: escribir bien es pensar bien y llegar a hacerlo es el primer beneficio de aprender a escribir. 

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Un compañero en el laberinto

La génesis de una ficción, y todavía más cuando es autobiográfica, puede ser aún más compleja que la arquitectura de Dédalo; a veces, recorrer el laberinto que conduce al punto final puede tomar años y décadas. Éste es un caso y lo cuenta el propio autor; le agradezco mucho su invitación a recorrer el tramo último, que lo condujo victorioso a la salida.

En busca del minotauro

El peso de la realidad

por Héctor Aguilar Camín

Yo escribí Adiós a los padres atraído, desde el principio, por el peso de la realidad. La historia central de la obra es la historia de mi familia, la historia de un despojo, de mi abuelo sobre mi padre, quien destruye económica y vitalmente a mi padre, y con ello a mi familia, lo que trajo consecuencias irregulares para toda la vida y para todo mundo. Fracasé con los primeros intentos, de los cuales guardo algunos pasajes que son realmente abominables y vergonzosos; fue el libro que desde el principio quería escribir y no acabé de hacerlo sino cincuenta años después.

Avanzada la escritura de la obra, llega otro momento importante de su construcción, por el cual llamo a Adiós a los padres una novela y no una autoficción o unas memorias. El texto había crecido muy rápido en sus últimos nueve capítulos, escribí otros cuatro, lo retomé en 2011 y lo terminé en ocho meses. Es un libro de trece capítulos que tenía 150 mil palabras en el borrador original. Lo di a leer a muchos amigos, pero sentía que tenía un problema estructural, por lo tanto mi agente literario me recomendó a un editor argentino, Ricardo Baduell, a quien le mandé el texto. Lo que él me regresó fue una lectura intensa y creativa, me dijo: “Todo esto es muy bueno, pero tiene una intención interna que tú tienes que decidir y es: o te quedas con la fábula o te quedas con las historias que están alrededor de la fábula”.

Héctor Aguilar Camín, autor de Adiós a los padres

Todas las digresiones tenían que ver con aspectos que me gustaban mucho de mi historia familiar y de mi pueblo, con anécdotas que mi madre me contaba y que yo quería recuperar, con leyendas locales de Quintana Roo que eran parte de la familia, pero que no eran su historia. Hay un momento en el que aparece mi padre y en la vida real lo hace unos días antes de la gran celebración que le hacemos los hijos a mi madre por sus setenta y cinco años. Para ello hago un capítulo de la fiesta, que tenía casi 8 mil palabras, y que a pesar de estar bien, adolece de lo que apuntaba Ricardo Baduell. Empiezo a contar la fiesta y con ello a describir quién es cada uno de los invitados, porque es una manera de evocar los nombres de gente que quiero mucho, de personas muy queridas por mi mamá y, al mismo tiempo, hacer que ella aparezca rodeada por la gente real que la acompañó. Pero entonces me dice Baduell: “Eso que es un capítulo precioso, la narración de la fiesta de una señora, es una equivocación absoluta en la secuencia narrativa, porque tú me acabas de presentar al ‘minotauro’, me lo dejaste ahí pendiente y ahora quieres que yo lea 8 mil palabras para volver a él. Lo que ahora a mí me interesa no es la historia de la fiesta de tu madre, sino el ‘minotauro’”.

Con observaciones sobre digresiones como ésta, o como la de la historia del cacique maya que no era maya que, a pesar de ser muy buena, Baduell me dijo que no tenía relación con la fábula de la familia y solo distraía. Para cuando el editor y yo terminamos de hacer los ajustes, la novela tenía 45 mil palabras menos y creo que era mucho mejor, pues tenía menos lastre, que para mí era precioso, sin embargo era simplemente un distractor.

La obra al final del laberinto

Esta novela era una forma de reunir todo lo que había aprendido como historiador, periodista, escritor y, algo más que me agregó Baduell, la obligación de ajustar las amarras internas de la narración; es decir: perfeccionar el mecanismo convencional mediante el cual un escritor hace que el lector “siga picando cada granito de maíz” antes de levantar la cabeza e irse a ver la televisión. Esta novela, en ese sentido, es una realización plena, porque conté la historia completa, probablemente con partes que no le habrían gustado a mi madre. Y finalmente pude encontrar, en el caos de la realidad que era en mi cabeza, esa historia familiar, no la verdad, sino la estructura novelística, la de la fábula que había dentro de esa historia y al encontrar esa estructura fundamental de aquello que había sido mi vida y que nunca había visto con ese orden y esa precisión, sí hubo, muy exactamente, un momento de reconocimiento del sentido de mi vida y de la de mis padres.

Tengo una contraprueba de lo que digo y no es simplemente una impresión personal, porque la lectura de ese libro le provocó exactamente la misma impresión de autorreconocimiento en mis hermanos. Mi hermana Emma me lo dijo muy bien: “Yo recordaba todo esto, pero no lo había entendido”. ¿Qué hizo entendible la historia? La calidad de la fábula y la transparencia de la novela. ¿Siguen siendo misteriosos mis padres? Naturalmente, pero no en ese libro. En él hay la absoluta falsa impresión de que esa es la verdadera realidad de sus vidas, pero no, se trata de la construcción artística tomada de la increíble diversidad caótica, incomprensible e impenetrable de sus vidas y de la mía.

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La escaleta flexible

Cómo planificar tu novela con rigor y libertad

Antes de empezar a escribir es mejor definir el argumento: tener un planteo, un nudo, un desenlace y una serie de pasos establecidos que lleven de uno a otro. El problema es que a medida que escribas irás descubriendo muchos aspectos de tu historia que no habías previsto y debes incluir. ¿Cómo hacerlo sin destruir tu escaleta ni enmarañar tu relato?

La estrategia no se traza sobre el campo de batalla

El mapa y el territorio

El desarrollo de la escaleta es un paso casi obligado en el proceso de escritura de una novela, tal como en general se enseña en escuelas y talleres. Ofrece muchas ventajas, pero la principal es que permite adentrarse en el territorio de la novela imaginada con un mapa que permite no perderse y debería, sobre todo, impedir estancarse.

Sin embargo, suele ocurrir lo contrario: conminado a cumplir con las sucesivas etapas de la secuencia de escenas, el escritor se bloquea. Más de un novelista en ciernes, incapaz de superar la prueba, reniega de la escaleta como de una cadena no de episodios sino para el escritor y se lanza sin brújula por su camino. Lo habitual es que pierda su meta.

¿Cómo evitar la rigidez de lo planificado a la vez que el caos de la falta de plan? Combinando ambas opciones. No es sabio lanzarse al mar abierto sin brújula ni rumbo, pero también sería necio no explorar las misteriosas costas que inesperadamente salen a nuestro encuentro. Al escribir es igual: debes seguir tus impulsos, pero ¿arrojarías al fuego un mapa en medio de un viaje a cuya destino no quieres renunciar?

Las etapas de un viaje literario

Ten siempre en tu mente Ítaca

La escaleta no es una ley, sino un arma. Y está en tus manos. En ella no sólo tienes resumida tu historia como secuencia de episodios, sino también definido el sentido de tu fábula. Pero a medida que escribes y profundizas en tu relato, irás aprendiendo cosas sobre los personajes, sus relaciones y la trama que no podías prever al empezar. Debes incorporarlas a tu novela, pero no dejar que te confundan o perjudiquen el conjunto. ¿Cómo hacer?

Es aquí cuando la escaleta resulta especialmente útil. Porque es en ella, no en el texto que escribes, que debes realizar las correcciones, al igual que un piloto cuando cambia de rumbo. En lugar de aventurarte a ciegas detrás de una idea o un personaje nuevos, debes hacerlo a conciencia, integrándolos en el conjunto y ubicándolos en su justo sitio. Lo que es mucho más fácil de hacer si dispones de un mapa.

¿Qué pasa cuando la escaleta nos bloquea? Que no hemos pensado nuestra historia a fondo y por eso ofrece resistencia. Pero es mucho más fácil vencerla cuando aún no es una enorme masa de texto, sino un pequeño y ordenado resumen. En lugar de lanzarse a escribir ansiosamente fuera de todo esquema, vale más replantearse la secuencia de episodios y su sentido. Comprendido el problema, es mucho más fácil hallar una solución acertada.  

Como Ulises al volver de Troya, por más peripecias que enfrentes ten siempre en tu mente Ítaca. Si el rumbo es firme, los desvíos se convierten en digresiones. Con un mapa claro, aunque lo aumentes y corrijas mil veces, no te perderás. Y tu novela llegará al desenlace.  

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Edición a medida

Cada editor, por más profesional que sea, tiene un modo personal de editar. O sea, una manera propia de leer. Como tú, por otra parte. Pero lo profesional es ponerse en el lugar de otro (¿el autor, el lector?) para despejar el camino entre el ojo que lee y la mano que escribe.

Los detalles que cuentan no son los mismos para todos

Entre el autor y el lector

Cuando se habla de que un manuscrito necesita un editing, en general se quiere decir, sobre todo, que hay que hacerle cortes, que sobran páginas y falta elipsis. Yo, sin embargo, no suelo tachar tanto como cambiar cosas de lugar. El capítulo 25 se convierte en el primero, éste es partido en dos y distribuido en el interior del texto, el desenlace se disimula páginas antes de que acabe el libro y de una escena perdida por el medio sale un final que funciona mejor.

Estas maniobras permiten a un asesino no ser descubierto antes de tiempo o a una historia fragmentada encajar bien todas sus piezas. Pero habitualmente acabo utilizando casi todo el material que el autor ha puesto en mis manos. No siempre es así, pero me gusta pensar que, al no haber muchos cortes, tampoco ha habido censura.

La verdad es que resulta asombrosa la cantidad de aspectos nuevos de cualquier historia que pueden revelar estos cambios de perspectiva sobre una anécdota y unos personajes que en cada versión son siempre los mismos. Yo mismo soy el primero en sorprenderme de los beneficios de esta práctica. Pero ¿existe una estructura ideal para cada relato o discurso?

Al fin y al cabo, no. Al igual que con las obras teatrales, siempre es posible otra puesta en escena, una nueva versión. Lo mejor sería poder adecuar cada obra a su lector, aunque incluso en nuestra época de impresiones a pedido y consumo inteligente sumamente individualizado parece un programa poco viable. Pero veamos.

Diálogo entre un poeta y un filósofo

Entre el ser y la nada

Un “ladrillo” de las dimensiones y la densidad de El ser y la nada puede hacer pensar que sólo una estructura lo bastante férrea como para mantener en pie un rascacielos alcanzaría para mantener semejante caudal de pensamiento dentro de un discurso coherente. Sin embargo, el propio Sartre, que no en vano era profe, sabía desmontar y remontar su mamotreto cuando la ocasión lo requería.

Un día se presentó en su despacho Jean Genet con el mencionado libro bajo el brazo. El poeta y ex ladrón consideraba al filósofo el hombre “más honesto” que conocía, de modo que fue al grano.

–Estoy leyendo su libro –anunció.

–¿Y qué tal? –sondeó el autor.

–Es difícil –admitió el lector.

Sartre era un hombre ocupado que siempre quería ayudar. De inmediato abrió su obra y, lápiz en mano, se puso a editar. Edición sin cortes, claro está: empiece por aquí, siga por acá, sáltese esto, retómelo después de aquello otro y así hasta haber organizado el recorrido de la obra completa más adecuado para el exigente autor de Las criadas.

Algunos días después volvieron a encontrarse y el pensador le preguntó si ahora le resultaba más claro.

–Por supuesto, ahora entiendo todo –fue la respuesta.

La anécdota se conoce, pero El ser y la nada que leyó Genet se perdió con él. Nos queda sin embargo una inquietud. ¿Era Genet tan singular que esa edición a medida sólo era buena para sus ojos? ¿O habría muchos lectores confundidos a los que hubiera convenido más que la publicada? O bien: ¿qué lector se hace oír entre un editor y un autor cuando una forma al fin se da por buena?

EJERCICIO

El estilo es el otro

“El estilo es el hombre al que uno se dirige”, dijo el psicoanalista francés Jacques Lacan. En efecto, todos adaptamos nuestro discurso a quien nos escucha.

¿Y a quien nos lee? Toma una pequeña anécdota cualquiera, inventada o ajena, y escríbela dos veces, dirigiéndote en cada una a un lector diferente. ¿Qué información privilegias en cada caso? ¿Qué das por sabido y te ahorras explicar? Un mismo argumento puede dar más de una historia, depende de a quién se lo cuentes.

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La cadena de sentido

Cómo asegurar la coherencia de tu historia

¿Qué quiere decir lo que cuentas? Así como un argumento tiene planteo, nudo y desenlace, cada historia tiene un sentido que define lo que en ella es pertinente y lo que no. Siguiendo ese eje, no te perderás al narrarla.

¿Qué dice esta secuencia de lo que en ella ocurre?

De qué depende la unidad de un relato

Un ejemplo de la práctica diaria. Recibo un mail de una autora con la que he colaborado en una novela cuya unidad ha sido lograda poco a poco, entretejiendo muchas pequeñas historias en un tapiz del que esperamos que sea un reflejo cabal de la ciudad donde ocurre todo. Está dando los últimos retoques y le preocupa que su obra, nacida de tantos fragmentos dispersos, quede bien cerrada, pueda contener todas sus piezas. Tiene la idea de recuperar hacia el final a un personaje que aparece sólo al comienzo y tal vez agregar alguna escena entre éste y la narradora, que se esconde tras las protagonistas de los diferentes capítulos; también se replantea la alternativa entre quedarse o irse de la ciudad en la que se debate el personaje central. Sin pensármelo demasiado, pues llevamos ya varios meses dando vueltas a todas estas cuestiones, le respondo más o menos lo siguiente:

Deberíamos tratar de definir bien el problema. Para mí de lo que se trata es de que la «fábula» (es decir, aquello que hace de todas estas historias una misma historia, una novela) se sostenga y eso depende del sentido. No creo que tu heroína necesariamente se tenga que exponer o cambiar su vida, pero lo que tiene que quedar claro en todo caso es el sentido de que entre irse y quedarse elija quedarse. El sentido o el significado. Claro no quiere decir explícito, pero el asunto es que sientas que se sostiene. Se podría recurrir al personaje que dices, pero de lo que se trata no es de uno u otro personaje sino del conjunto, del sentido del conjunto. Serviría recurrir a ese personaje si le ocurriera algo que metaforizara ese sentido en relación con la anécdota del comienzo y las demás anécdotas entre las amigas, además de que siempre el regreso de un personaje del inicio al final da una impresión de cierre. Pero lo esencial es que pienses en términos de sentido, no de agregar material.

Un par de días más tarde me escribe contándome lo útil que le ha sido este breve comentario, básicamente por el acento puesto en el sentido como elemento unificador. Y esto me lleva a recordar, una vez más, la frase directa, pronunciada sin atenuantes, como un juicio definitivo, en el curso de una entrevista, por Katherine Anne Porter: A story has subject, meaning and point. Una historia tiene tema, significado y punto. Este último concepto, el de punto, es el más difícil de hacer pasar en una traducción literal, pero podríamos decir que señala el destino, el punto de llegada último al que un relato conduce por más dislocado que parezca. Su conclusión, que no es lo mismo que lo último que pasa en él, sino esa verdad latente a la que todo el relato conducía pero que sólo se revela cuando está completo.

El camino a la verdad está hecho de palabras

Tema, significado y punto

Por debajo del hilo conductor que enlaza planteo, nudo y desenlace, corre otra cadena que también se compone de tres conceptos. Justamente los señalados por Katherine Anne Porter, que abren toda una vía de lectura interior del relato, no menos de lo que los tres momentos clásicos pueden orientar su construcción formal. Igual que al mirar una pintura abstracta, se puede hacer un ejercicio que parecería ir contra los principios mismos de la abstracción, pero en cambio nos ayudará a ver con claridad la parte invisible del relato.  

Uno puede preguntarse, ante esa reunión de personajes, hechos y ambientes puestos en palabras, o ante esas palabras dispuestas como trazos y manchas en una tela, qué es lo que hay efectivamente allí, por debajo de lo que se muestra. De qué trata todo eso, qué es lo que circula entre los elementos convocados, alrededor de qué se mueven. Es decir, cuál es el tema.

Luego, qué es lo que pone eso en juego, de qué modo hace al mundo resonar y moverse alrededor. Por qué es tan importante para todos los involucrados y de qué manera distinta para cada uno, o en absoluto para algunos de ellos, o para quienes no ven esa importancia. O sea, el significado.

Finalmente, cuál es la conclusión de todo el asunto por más ambiguo o abierto y en suspenso que parezca al terminar. Qué nos ha querido decir el autor con todo esto, o qué quieres decir tú si eres ese autor. Por qué tu historia culmina allí: he ahí el punto.

Los tres conceptos mantienen entre sí una relación tan estrecha como el planteo, el nudo y el desenlace y las respuestas, para que el ejercicio sea fértil, admiten tan poca vaguedad como la definición de las tres partes del argumento.

Dicho así, de manera general, puede parecer o hasta ser una obviedad. Lo que no es obvio ni va de suyo es el establecimiento de esta cadena de sentido para cada historia en particular. Se puede hacer la prueba ya como lector o como escritor: al trazar esta línea con claridad se obtendrá una ruta despejada y se verá dibujarse, alrededor de tres puntos bien fijados, todo el mapa del relato en cuestión. Así es, cada uno puede comprobarlo. Pero no es fácil y la experiencia no basta; cada vez hay que volver a empezar.

EJERCICIO

El sentido de los hechos

La manera de entender una historia determina el modo de narrarla y puede transformarla radicalmente.

Toma una historia cualquiera, un cuento popular o una noticia, y quédate sólo con la secuencia de hechos. Busca el tema: ¿de qué trata la acción? Luego el significado: ¿qué sentido tiene para ti lo ocurrido? Por fin, el punto: ¿a qué conclusión sobre el tema llegas? Trata de resumir la misma historia de acuerdo con tu visión.


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La novela de acción

Tienes una idea para una novela. Pero una novela no es una idea. Esa idea debe convertirse en argumento, o en argumentación. Porque hay dos grandes tipos de novela: la que ocurre en el mundo y la que ocurre en la cabeza. ¿Cómo quieres que sea la tuya?

La acción detallada: una secuencia precisa

Dos modelos de novela

El modelo más tradicional, y el que prefieren la mayoría de los lectores, es el de la novela que ocurre en el mundo: un relato con personajes activos a los que les pasan cosas, con un conflicto bien planteado, una intriga bien anudada y un desenlace que puede ser abierto, pero no dejar cabos sueltos.

El segundo modelo, más moderno pero hoy menos habitual, traslada lo esencial a la conciencia y se desarrolla en el interior de los personajes, cuyos conflictos no se resuelven a través de una aventura, sino de procesos mentales que conducen a alguna verdad, aunque esta no siempre se explicite.

Acción y pensamiento, sin embargo, tienen en común producir consecuencias. Son éstas las que orientan todo relato a su conclusión. Y llegar allí implica tanto actuar como pensar. El policial, al que atribuimos tanta acción, en sus inicios fue muy mental: tanto Dupin como Sherlock se enfrentaban a hechos consumados y su acción era explicarlos. A veces, sin moverse de una habitación.

La acción planificada: Storyboard de Taxi Driver

El tratamiento de la acción

En toda novela se piensa y se actúa, pero unas transcurren mayormente en un espacio mental y otras en el mundo tangible. Supongamos que quieres escribir lo que llamaremos una novela de acción. ¿Cómo hacer crecer tu idea hasta que sea un relato completo?

Aunque parezca tan concreta como la de Don Quijote (un lector de novelas de caballería enloquece y cree ser un caballero), una idea es algo abstracto. Y en cuanto baje a tierra aparecerán los obstáculos. No sabrás qué hacer con un personaje para el que la trama reclama atención. O no se te ocurrirá la frase con que uno persuade a otro. O no verás nada clara la escena del crimen. Como al viajar, lo que en el mapa se ve tan cerca, en el terreno parece alejarse.

Puedes dar un rodeo y eludir estos detalles. O tratarlos a la ligera, suponiendo que no son importantes. O convencerte de que nadie se fijará en ellos. Pero eso es desaprovechar, precisamente, las mayores fuentes de inspiración que se te ofrecen. Ya que es respondiendo a esos vacíos insistentes como tu hilo narrativo resultará bien trenzado y tus episodios se poblarán de situaciones convincentes, observaciones pertinentes e indicios reveladores.

A veces las ocurrencias vienen solas. Pero, si no, puedes servirte de un método. Consiste en detenerse en cada situación y construir la acción de cada personaje paso a paso. ¿Cómo se presenta ella en esa casa? ¿Cómo se viste? ¿Qué cuenta de sí misma y qué esconde? ¿Qué sabe de quien la recibe? ¿Qué impresión le causa el salón? ¿Qué novedad advierte al subir las escaleras? Cuanto más concretes cada momento, más sabrás de la situación, del personaje y de la historia. No hace falta escribir todo lo que descubras, pero así accederás a una inagotable fuente de acciones e imágenes convincentes y realistas, incluso si el tuyo es un relato fantástico.

Cuando colaboro en la escritura de una novela, creo que éste es uno de mis principales aportes al autor: preguntarle por los detalles de cada episodio y por cada paso que dan sus personajes para descubrir, así, lo que de verás está pasando en la historia, por debajo del resumen general del argumento. Esto lleva a imaginar todo el relato con precisión y profundidad crecientes, lo que permite traerlo a ojos del lector plenamente desarrollado y sin lagunas. Es una exploración que siempre sorprende, porque antes de hacerla nadie, ni siquiera el creador del argumento, sabe la riqueza que éste esconde en sus detalles.

EJERCICIO

LA ACCIÓN PASO A PASO

Aquiles nunca alcanzará a la tortuga: recorrerá la mitad del camino y antes la mitad de la mitad, y así al infinito. Tú, sin llegar tan lejos, puedes  indagar cualquier historia del mismo modo.

Elige una noticia, una anécdota, identifica sus distintas etapas, pregúntate por los detalles de cada una y por los nexos entre una y otra. Fíjate cómo encajan tus respuestas entre sí. Haz lo mismo con la historia completa y con cada escena. Cada vez sabrás más y comprenderás mejor lo que pasa allí. Y tu lector, cuando se lo cuentes, también.

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El personaje y la trama

¿Cómo se construye un personaje? ¿Cómo se teje una trama? Seguramente te has hecho estas preguntas más de una vez. No deja de ser un misterio, hasta para el autor más experimentado. Tiene algo de nacimiento.

La expresión que deja huella

El personaje se crea a sí mismo

Se enseñan fórmulas y técnicas, como esas fichas que permiten reunir hábitos, rasgos y conductas en un retrato coherente, que así se ajustará como un guante al rol que cumple en el argumento. Por ejemplo, José, de 50 años, es agente inmobiliario, está casado, tiene dos hijos y una amante de la edad de sus hijos. Le gustan el whisky y la vida nocturna, pero también el golf y los veleros. Etcétera, etcétera. Siempre se pueden agregar nuevos detalles, pero ¿qué de todo esto nos lleva a interesarnos en la historia de José?

Quizás nada o muy poco. Incluso puede que tanta información, circunstancial, no haga más que ocultarnos lo que importa. Es necesario en cambio ir al grano. Al corazón del personaje. Porque es ahí, además, donde suele anidar la historia que estamos tratando de contar.

El corazón en un cofre

Habrás observado que muchas novelas, sobre todo clásicas, tienen como título el nombre de su protagonista. Don Quijote, Madame Bovary y Anna Karenina narran la historia de cada uno de ellos. Eso quiere decir que el argumento, antes de desarrollarse a lo largo de 300, 500 u 800 páginas, se encuentra latente en su interior. No en vano se dice que el destino está en el carácter. Si pensamos en qué define a un personaje, en lugar de multiplicar datos circunstanciales como los que suelen llenar las fichas, pronto nos habremos concentrado en lo esencial y sabremos qué tenemos para descubrirle al lector.  

Pero lo que define a un personaje no es un simple adjetivo. Por el contrario, es su núcleo activo: aquello que lo pone en acción. A veces un adjetivo lo expresa: El avaro, de Molière. Pero lo importante es cómo esa avaricia determina la historia entera y su significado último. Hay enamorados en esta comedia, pero cuando al protagonista le roban su cofre comprendemos que en ese universo no hay pasión comparable a la suya por el oro.

La trama es el personaje en acción

No hace falta un montón de datos para poner el motor en marcha. Basta con un solo rasgo, pero hay que imaginar sus consecuencias. ¿Cómo activar esa bomba de tiempo? Si conocemos sus resortes, no es tan difícil. Iago sabe muy bien qué hacer con Otelo. Una vez arrojada la piedra al lago, el conflicto crece casi solo. Pero también los personajes, determinados por esta historia que convertirá al protagonista en lo que estaba llamado a ser.

Al comienzo, es sólo algo así como una inclinación fatal. Cuando la siga, ya se salve o se hunda, el personaje se irá construyendo a sí mismo con la trama que emana de él. De ahí el suspenso, que no viene de la acumulación de características o de desconocer el final sino de que un destino está en juego. ¿Qué le pasa al personaje? ¿Qué será de él, o de ella? Esto es lo que hay que preguntarse al empezar el relato, para que luego se lo pregunte el lector.

EJERCICIO

De un carácter a un destino

Al Avaro le roban su riqueza. Don Quijote es derrotado y recupera la razón. Edipo encuentra al asesino de su padre y se pierde.

Imagina un rasgo de carácter que defina a tu protagonista y el destino que corresponde a ese rasgo. Imagina el recorrido de un punto a otro, los encuentros y los obstáculos. El carácter de tu personaje es el planteo y su destino el desenlace. Pero debes tramar bien el nudo para tener un argumento completo.

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