El novelista como dramaturgo

Cómo escribir escenas y diálogos

Habitualmente es posible distinguir, en un relato, entre dos registros que se alternan. Uno es el de lo que podríamos llamar el resumen: la serie de hechos que se narra de manera general y a distancia. El otro es el de la escena: cuando nos detenemos en una situación concreta y vemos a los personajes actuar ante nuestros ojos. ¿Cómo abordar, al escribir, esos momentos?

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Es común que el escritor se sienta cómodo en el registro del resumen: está en su propio terreno, el de las palabras, y puede dar cuenta de los hechos redactando con continuidad y en su propia lengua, sin interrupciones y explicando lo que crea necesario, todo lo que ocurre en su novela.

Pero, en las escenas, son los personajes los que mandan. Son ellos los que toman la palabra en los diálogos y son sus zapatos los que hay que ponerse para que actúen convincentemente. ¿Cómo abandonar adecuadamente nuestro discurso para permanecer en un discreto segundo plano, apuntalándolos, mientras despliegan a solas o de a varios su propio drama?

Podemos proceder de un modo análogo al de los actores formados en el Actor’s Studio que emplean el Método Stanislavski. Algunos de sus preparativos para afrontar una escena pueden ser útiles también para escribirla.

Lo primero es tener claro (y cada vez más claro y en detalle, a medida que nos internamos en la escena) los elementos concretos con que contamos.

Uno es el espacio, el lugar a nuestra disposición. ¿Espacio abierto o cerrado?  ¿De día o de noche? ¿Tranquilo o ruidoso? Cada rasgo que caracteriza el espacio tiene además una causa. ¿De dónde viene el ruido? ¿A qué se debe el silencio? ¿Es este espacio el más adecuado para la escena o sería mejor otro? Si es así, ¿permite la trama cambiarlo? Y en todo caso, como un escenógrafo, ¿qué elementos y bajo qué disposición los ubico en este espacio para que sirvan a la escena como conjunto?

Otro es la situación, su urgencia o su falta de ella. ¿Se trata de dar una noticia, tomar una decisión, establecer un vínculo, romperlo? ¿Cómo encuentra la situación a cada personaje? ¿Él o ella la han propuesto, los toma desprevenidos, la aceptan, la rechazan? ¿Cómo reacciona cada uno a lo inesperado?

Todo esto suele ir descubriéndose a medida que se escribe, a partir de una idea general. Debemos tratar de que ésta sea lo más precisa posible antes de empezar a escribir y luego estar atentos a todos los detalles que se nos ofrecen según vamos explorando la situación.

Debemos también saber qué lugar ocupa la escena en la trama. De dónde vienen los personajes y a dónde se dirigen. Esto determina sus entradas y salidas de escena, así como su conducta en ella.

Otelo y Desdémona justo antes del crimen (Othello, Orson Welles, 1952)

Concreto y abstracto

Hay dos aspectos en cualquier escena. Uno concreto: quiénes, dónde y en qué momento coinciden para vivir esa escena y qué ocurre efectivamente en ella. Todo eso debe ser cubierto: tiempo, lugar, personajes y su acción concreta (ya sea hablar, pelear o hacer el amor, todo lo cual ocurre de determinado modo y con determinadas consecuencias hacia las que queremos llevar la escena).

El aspecto “abstracto” consiste en lo que queremos transmitir, a veces de modo explícito y a veces sin declararlo, pero sugiriéndolo a través de la acción y sus resultados. La actitud básica que hay que mantener es la de hacer suceder todo lo concreto que la escena exige (Otelo asesina a Desdémona, por ejemplo), mientras no se deja pasar oportunidad, a través de todos los elementos que intervienen y en especial de lo que hacen y dicen los personajes, de deslizarlo en la situación. Siempre hay un momento oportuno para que algo ocurra o se diga y hay que saber reconocerlo dentro de la acción continua y concreta que la escena implica. Hay que saber valerse de los elementos que la escena provee para esto. Otelo, en la versión de Orson Welles, por ejemplo, se sirve de un pañuelo como el que tanto le reclamó a Desdémona para ahogarla al final. Es bueno servirse del atrezzo, de los objetos que la trama y las situaciones deslizan en la historia. Es una manera de concretar esa abstracción –la idea- que queremos transmitir.

Con un ojo en lo concreto y otro en lo abstracto, entonces, enfrentamos la escena. Un actor haría lo mismo: su escena concreta puede ser cargar un arma, pero lo que le interesa transmitirnos con su acción es su miedo a la batalla. Esto determina su conducta mientras cumple la acción obligada.

Podemos considerar entonces a los personajes como lo hacen los actores. Eso ayudará al autor a salir de sí mismo y también, como un actor, a interpretar a sus personajes, a hacerlos moverse y hablar como ellos mismos, quitándose él mismo de delante de la vista de sus lectores para, en cambio, ofrecerles lo que quiere mostrarles (y descubrirlo así también él).

Entrenador y jugador (Director y actor: Lindsay Anderson y Richard Harris en el rodaje de This sporting life, 1963)

Motivación y carácter

Dos preguntas esenciales para un actor del Método son: ¿Qué es lo que quiero en esta escena? ¿Qué hago para conseguirlo?

Saber qué interesa a nuestros personajes en una situación concreta, que los mueve a actuar o reservarse, hablar o callar en uno u otro momento, es una guía eficacísima. Es esto lo que debemos preguntarnos a cada momento mientras la situación evoluciona y se van cumpliendo las distintas etapas de la escena.

Una escena tiene etapas: si vamos a acabar con una ruptura, por ejemplo, primero se plantea el conflicto, luego parece que llegarán a un acuerdo, algo se interpone, lo solucionan, surge otros problemas, no logran solucionarlos y así llega la ruptura. Son puntos que corresponden a actos y palabras muy concretos, a partir de los cuales la acción en curso modifica su orientación y su sentido inmediato (conviene mantener oculto su sentido último, que se revelará cuando la escena se resuelva).

Más cosas que el actor tiene en cuenta: de dónde viene y adónde va. Y cuál es su equipaje, tanto su carga como sus herramientas. Son éstas las cosas que puede poner en juego, sus recursos, así como sus fatalidades, que preferiría dominar.

Stanislavski insiste en la necesidad de que un actor trace una línea continua con sus acciones, para que no haya momentos muertos y su evolución sea plausible. Es bueno seguir a los personajes de la misma manera, a lo largo de la escena y de toda la trama. En cada pequeña escena es toda la trama la que está en juego, ya que lo que pase depende de lo que pasó antes y lo que ocurra luego de lo que suceda ahora.

Tener un claro retrato físico del personaje, de su modo de verse, mostrarse y actuar, es importante a la hora de ponerlo en escena. La puesta en escena es la actualización de una potencia: si Aquiles es valiente, deberá mostrarlo en la batalla, así como la forma específica de su valentía.

Una escena puede incluir uno o varios personajes que interactúan entre sí y con el decorado. Todos estos elementos se afectarán entre sí y hay que sacar partido de esta interacción y dependencia. Cada uno podrá ser lo que los otros le dejen o animen a cumplir. Las distintas líneas continuas se entrecruzan. El autor debe tenerlas todas presentes, en sus distintos grados de importancia, a la hora de cruzarlas en una escena.

Otra cosa importante: los personajes deben desarrollarse de acuerdo a su lugar en la trama. No hace falta dar a cualquier personaje circunstancial tantos rasgos como al protagonista. La caracterización debe ser suficiente en función del rol de cada actor, tanto en la trama como en la escena.

¿Qué ficha jugar? ¿Qué movida hacer?

Improvisar y elegir

Por último (y por ahora), recordemos que un método es una práctica orientada por la teoría pero abierta a las circunstancias y ocurrencias imprevistas, que son las que permiten descubrir cosas sobre la marcha. Aquí nos ayudará el concepto de creatividad pertinente o impertinente: debemos ser capaces de juzgar si una ocurrencia sirve a la escena, haciéndola más compleja o interesante, o no es una buena idea, porque distrae de lo esencial o complica sin aportar nada sustancial. Para esto, una vez más, debemos tener claro cuál es nuestro tema y qué aspecto de él estamos desarrollando en la escena. Eso determina qué es útil y qué no para nuestros fines, así como el camino que conviene seguir.

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Aprender a escribir

El tiempo recobrado

Escribí El ruido y la furia y aprendí a leer.

William Faulkner

La gran época de la novela clásica fue el siglo diecinueve, la gran época de las vanguardias fue la primera mitad del siglo veinte, la gran época del libro de bolsillo fue la segunda mitad del mismo siglo, nuestra época parece marcada por la explosión mediática y la digitalización generalizada pero no sabemos en qué será grande. Un fenómeno comprobable, sin embargo, es el de la multiplicación de los que escriben y publican, ya sea en papel, online, en editorial o por cuenta propia. Un fenómeno curioso y en apariencia contradictorio, en un mundo cuyo lamento por la decadencia cultural, que siempre encuentra un escalón más bajo, resulta una música de fondo tan constante como difícil de apagar o desoír. En ese crepúsculo de las letras, las artes, la política y todo lo que no es tecnología, cada vez más no sólo escriben sino también, a pesar del interesado y cotidiano espectáculo del triunfo de la ignorancia, se esfuerzan en aprender cómo hacerlo. Puede que la demanda no sea tan alta como querrían los capaces de enseñar, pero aun así es evidente que la relativa proliferación de oferta docente se basa en un interés por parte de un público. Un público, por otra parte, como el grueso de cualquier público actual, ansioso en su mayoría por pasar al otro lado de las candilejas, y no sólo por vanidad sino por causas más profundas, desde el deseo de reconocimiento estudiado por Hegel hasta la necesidad de un sentido para los propios actos cuya suspensión, naturalmente, es difícil de tolerar.

La mayoría de los individuos empeñados en este intento son lo bastante lúcidos y razonables como para advertir, por debajo de estas pulsiones, otro tipo de cuestiones que la escritura pone en juego y a las que es capaz de ofrecer algunas respuestas. De la misma manera, cualquier profesor de este arte que muy probablemente, como tantos en ésta y otras disciplinas antes que él, enseñe ante todo por ineludible necesidad económica, mejor atendida en su caso por ésta que por otras prácticas, puede reconocer, además de la crematística, otras satisfacciones y otros valores vinculados a su tarea. Sin embargo, volviendo a la cuestión de la época y a la sobreabundancia contemporánea de vocaciones de poeta, si se las puede llamar así, dentro de un contexto cultural depresivo, según las apreciaciones más habituales de los interesados, cabe hacerse una pregunta. Tanta enseñanza, tanto aprendizaje, ¿señalan un alba o un ocaso? ¿Expresan la riqueza o la pobreza de una actividad?

La búsqueda de una voz propia

Como el optimismo afirmativo no liquida la sospecha pesimista que lo sigue como si fuera su sombra, como la fórmula de Gramsci recomendando un “optimismo de la voluntad” unido a un “pesimismo de la inteligencia” marca los polos de una ecuación pero ésta no ofrece siempre el mismo resultado en el análisis de la realidad, para encontrar el punto medio donde está el nudo de la contradicción podemos recurrir a lo que dice Guy Debord en La sociedad del espectáculo (Tesis 40) sobre la supervivencia ampliada (cursivas del autor): Este incesante despliegue del poder económico bajo la forma de la mercancía, que ha transformado el trabajo humano en trabajo-mercancía, en trabajo asalariado, conduce, por acumulación, a una abundancia en la cual la cuestión primordial de la supervivencia se encuentra obviamente resuelta, pero de tal manera que tiene que reproducirse constantemente: se plantea en cada ocasión en un grado superior. El crecimiento económico libera a las sociedades de la presión natural exigida por la lucha inmediata por la supervivencia, pero estas sociedades no se liberan de su libertador. La independencia de la mercancía se extiende al conjunto de la economía sobre la cual impera. La economía transforma el mundo, pero sólo lo transforma en un mundo económico. La seudonaturaleza en la cual se encuentra alienado el trabajo humano exige la continuación hasta el infinito de su servicio, y este servicio, que nadie más que él mismo juzga y valora, consigue, de hecho, convertir todo esfuerzo y todo proyecto socialmente lícito en servidor suyo. La abundancia de mercancías, es decir, de relaciones mercantiles, no puede significar otra cosa que la supervivencia ampliada.

De este modelo es posible extraer dos analogías. La primera se puede observar en la permanente crisis de público que enfrentan todas las artes, aun si nunca fueron tantos como ahora los consumidores de cultura. Al tratarse de un mercado, en él se compite y es el juego de la oferta y la demanda, manipulable por los inversores, el que determina la circulación social y el destino inmediato de una obra mucho más que sus valores intrínsecos. Esto puede parecer una obviedad, pero no lo es naturalmente sino sólo dentro de una seudonaturaleza como la mencionada por Debord. Dentro de esta creciente entropía mercantil, un valor desplaza y sustituye a todos los otros. Por eso Brecht, en Hollywood, decía que les veía el precio hasta a las hojas de los árboles. Cuanto más, en la práctica, bajo criterios rigurosamente comerciales, la cultura es tratada como un entretenimiento por productores y consumidores que no pueden ser otra cosa, más ella misma no puede ser ni hacer valer nada distinto, con el consiguiente empobrecimiento de su función, diametralmente opuesto al crecimiento de su mercado, que no se alimenta de lo mejor, sino de lo más rentable. 

Escuela de paciencia

La segunda analogía se desprende de la primera y presenta la misma paradoja, según la cual, así como el tratamiento mercantil de la cultura reduce ésta a un entretenimiento, aunque masivo, también la estandarización de los valores literarios opera en la escritura una particular síntesis de mediocridad y excelencia, inmediatamente apreciable en los resultados propuestos e incluso recomendados a los lectores. Esta síntesis es una solución de compromiso entre dos escalas de valores, la cultural y la comercial, que por mucho que insistan y lo deseen no logran confundirse. Y es por eso que recurren a un pacto conformista como éste, ilustrado por todas esas novelas aceptablemente escritas pero tan respetuosas de las convenciones consensuadas por los hábitos de lectura que sus posibilidades de estimular en el lector cualquier diferencia respecto al por todos denostado “pensamiento único” son nulas. Todos estos libros compiten bajo una sola y misma regla, la de la oferta y la demanda, que determina su identidad ya desde su concepción así como decide su significado y su sentido últimos. José Arcadio Buendía, como recordarán los millones de lectores de Gabriel García Márquez, no jugaba a las damas porque decía no ver sentido en una contienda cuyos adversarios están de acuerdo en los principios. El precio del acuerdo que procura fijar, preservar y promover pragmáticamente unos valores, más que creídos, impuestos por las circunstancias, debidas a su vez a un estado de cosas refractario a la crítica, es la imposibilidad de una discusión seria sobre aquellos, con el consiguiente convencionalismo característico hasta de las propuestas en apariencia más arriesgadas que se hagan en tal contexto.

Hubo un tiempo en el que la literatura era una novedad: pocos sabían leer, luego cada vez más, y para éstos era nuevo cuanto se callaba en los lugares de predicación habituales pero podían encontrar en esos objetos tan aptos para salvar de la quema llamados libros. Concluido hace no tanto tiempo el proceso de alfabetización que tan crucial pareció en una época, en nuestros tiempos de lo que podríamos llamar postalfabetismo la novedad no se busca en la lectura, para quien está interesado en las letras, sino en la posibilidad de escribir y ser, eventualmente, leído. Puede ser un efecto de la pérdida de intimidad propia de la era de la intercomunicación, en la que el aislamiento reflexivo cede espacio a la interactividad, pero, así como la crítica ocupa un lugar cada vez menor, cada vez son más los que emprenden el estudio de las letras a través de la práctica. No el estudio de la literatura, con el conocimiento de la teoría y de las obras como objetivo, sino el del arte de escribir, utilizando modelos y técnicas para devenir creador.

Nulla dies sine linea

Que exista un saber a transmitir en este campo, aun si esto significa cierta simplificación de unos problemas complejos y algún grado de esquematismo en función de una aplicación más inmediata, es positivo y representa un avance para la cultura y su divulgación. Pero quien quiere aprender a escribir hoy en día se enfrenta, precisamente, y ya en la raíz, a la encrucijada antes descrita entre cultura y comercio, que procuran hacer sinergia pero no pueden evitar el conflicto entre los intereses que ponen en juego. El traslado a la práctica de la escritura de los métodos y técnicas de solución de problemas propios de la cultura del management y de la empresa, y sobre todo de la actitud pragmática característica de su enfoque, puede aportar un marco realista al escritor y una orientación a resultados, como reza su dogma, que lo ayuden a concretar en textos completos unas ideas que de otro modo podrían no pasar nunca de vagas ocurrencias y tanteos. Sin embargo, no es suficiente con esto para escribir una obra valiosa, es decir, que además de cumplir con las convenciones de uno u otro género pueda expresar algo de la realidad. El discurso del amo, en este caso el del modelo productivo por vías repetidamente probadas, siempre encuentra quien lo aplique con el éxito esperado; incluso hay quienes triunfan así en sus negocios y se hacen millonarios. Pero esta ínfima minoría no libera al resto, que alienado bajo unas recetas sordas a sus auténticos problemas puede perderse errando en torno a un modelo inadecuado por tiempo indefinido. En este campo, teoría y técnicas podrían ser como la ciencia y la tecnología en el del desarrollo empresarial: base de dogma y manera de hacer cuya aplicación, presumiblemente, dará a la materia la forma buscada. Así, la planificación querría asegurar desde el principio el cumplimiento de lo previsto y lo ideal sería poder ajustar de entrada la oferta a la demanda, en este caso la de los lectores. Pero la materia, es decir, la historia por narrar, el tema y hasta la voz en ciernes del escritor que está tratando de encontrarla, ofrece una resistencia al orden que se le procura imponer y no es insistiendo como se logra hacer calzar a un pie en un zapato que no es de su número. Esa materia ha de ser conocida y es entonces cuando la crítica encuentra su función creadora. En el mundo sin revés de la publicación comercial, anulado el valor de la crítica como conocimiento, sólo quedan la producción y su rentabilidad como objetivos del trabajo. Pero no es el saber encarnado en teorías y técnicas, por más prácticas que éstas sean, el que puede enseñarle algo al aprendiz de escritor sobre su propio mundo y su conciencia, sino tan sólo el sentido crítico que sea capaz de desarrollar y aplicar. Karl Kraus escribió que un artista es alguien capaz de hacer, de una solución, un enigma. Análogamente, no serán las soluciones prefabricadas las que enseñen a nadie a escribir sino, por el contrario, los problemas imprevistos. Al tratarlos es cuando la escritura encuentra su función: escribir bien es pensar bien y llegar a hacerlo es el primer beneficio de aprender a escribir. 

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