Aprender a escribir

El tiempo recobrado

Escribí El ruido y la furia y aprendí a leer.

William Faulkner

La gran época de la novela clásica fue el siglo diecinueve, la gran época de las vanguardias fue la primera mitad del siglo veinte, la gran época del libro de bolsillo fue la segunda mitad del mismo siglo, nuestra época parece marcada por la explosión mediática y la digitalización generalizada pero no sabemos en qué será grande. Un fenómeno comprobable, sin embargo, es el de la multiplicación de los que escriben y publican, ya sea en papel, online, en editorial o por cuenta propia. Un fenómeno curioso y en apariencia contradictorio, en un mundo cuyo lamento por la decadencia cultural, que siempre encuentra un escalón más bajo, resulta una música de fondo tan constante como difícil de apagar o desoír. En ese crepúsculo de las letras, las artes, la política y todo lo que no es tecnología, cada vez más no sólo escriben sino también, a pesar del interesado y cotidiano espectáculo del triunfo de la ignorancia, se esfuerzan en aprender cómo hacerlo. Puede que la demanda no sea tan alta como querrían los capaces de enseñar, pero aun así es evidente que la relativa proliferación de oferta docente se basa en un interés por parte de un público. Un público, por otra parte, como el grueso de cualquier público actual, ansioso en su mayoría por pasar al otro lado de las candilejas, y no sólo por vanidad sino por causas más profundas, desde el deseo de reconocimiento estudiado por Hegel hasta la necesidad de un sentido para los propios actos cuya suspensión, naturalmente, es difícil de tolerar.

La mayoría de los individuos empeñados en este intento son lo bastante lúcidos y razonables como para advertir, por debajo de estas pulsiones, otro tipo de cuestiones que la escritura pone en juego y a las que es capaz de ofrecer algunas respuestas. De la misma manera, cualquier profesor de este arte que muy probablemente, como tantos en ésta y otras disciplinas antes que él, enseñe ante todo por ineludible necesidad económica, mejor atendida en su caso por ésta que por otras prácticas, puede reconocer, además de la crematística, otras satisfacciones y otros valores vinculados a su tarea. Sin embargo, volviendo a la cuestión de la época y a la sobreabundancia contemporánea de vocaciones de poeta, si se las puede llamar así, dentro de un contexto cultural depresivo, según las apreciaciones más habituales de los interesados, cabe hacerse una pregunta. Tanta enseñanza, tanto aprendizaje, ¿señalan un alba o un ocaso? ¿Expresan la riqueza o la pobreza de una actividad?

La búsqueda de una voz propia

Como el optimismo afirmativo no liquida la sospecha pesimista que lo sigue como si fuera su sombra, como la fórmula de Gramsci recomendando un “optimismo de la voluntad” unido a un “pesimismo de la inteligencia” marca los polos de una ecuación pero ésta no ofrece siempre el mismo resultado en el análisis de la realidad, para encontrar el punto medio donde está el nudo de la contradicción podemos recurrir a lo que dice Guy Debord en La sociedad del espectáculo (Tesis 40) sobre la supervivencia ampliada (cursivas del autor): Este incesante despliegue del poder económico bajo la forma de la mercancía, que ha transformado el trabajo humano en trabajo-mercancía, en trabajo asalariado, conduce, por acumulación, a una abundancia en la cual la cuestión primordial de la supervivencia se encuentra obviamente resuelta, pero de tal manera que tiene que reproducirse constantemente: se plantea en cada ocasión en un grado superior. El crecimiento económico libera a las sociedades de la presión natural exigida por la lucha inmediata por la supervivencia, pero estas sociedades no se liberan de su libertador. La independencia de la mercancía se extiende al conjunto de la economía sobre la cual impera. La economía transforma el mundo, pero sólo lo transforma en un mundo económico. La seudonaturaleza en la cual se encuentra alienado el trabajo humano exige la continuación hasta el infinito de su servicio, y este servicio, que nadie más que él mismo juzga y valora, consigue, de hecho, convertir todo esfuerzo y todo proyecto socialmente lícito en servidor suyo. La abundancia de mercancías, es decir, de relaciones mercantiles, no puede significar otra cosa que la supervivencia ampliada.

De este modelo es posible extraer dos analogías. La primera se puede observar en la permanente crisis de público que enfrentan todas las artes, aun si nunca fueron tantos como ahora los consumidores de cultura. Al tratarse de un mercado, en él se compite y es el juego de la oferta y la demanda, manipulable por los inversores, el que determina la circulación social y el destino inmediato de una obra mucho más que sus valores intrínsecos. Esto puede parecer una obviedad, pero no lo es naturalmente sino sólo dentro de una seudonaturaleza como la mencionada por Debord. Dentro de esta creciente entropía mercantil, un valor desplaza y sustituye a todos los otros. Por eso Brecht, en Hollywood, decía que les veía el precio hasta a las hojas de los árboles. Cuanto más, en la práctica, bajo criterios rigurosamente comerciales, la cultura es tratada como un entretenimiento por productores y consumidores que no pueden ser otra cosa, más ella misma no puede ser ni hacer valer nada distinto, con el consiguiente empobrecimiento de su función, diametralmente opuesto al crecimiento de su mercado, que no se alimenta de lo mejor, sino de lo más rentable. 

Escuela de paciencia

La segunda analogía se desprende de la primera y presenta la misma paradoja, según la cual, así como el tratamiento mercantil de la cultura reduce ésta a un entretenimiento, aunque masivo, también la estandarización de los valores literarios opera en la escritura una particular síntesis de mediocridad y excelencia, inmediatamente apreciable en los resultados propuestos e incluso recomendados a los lectores. Esta síntesis es una solución de compromiso entre dos escalas de valores, la cultural y la comercial, que por mucho que insistan y lo deseen no logran confundirse. Y es por eso que recurren a un pacto conformista como éste, ilustrado por todas esas novelas aceptablemente escritas pero tan respetuosas de las convenciones consensuadas por los hábitos de lectura que sus posibilidades de estimular en el lector cualquier diferencia respecto al por todos denostado “pensamiento único” son nulas. Todos estos libros compiten bajo una sola y misma regla, la de la oferta y la demanda, que determina su identidad ya desde su concepción así como decide su significado y su sentido últimos. José Arcadio Buendía, como recordarán los millones de lectores de Gabriel García Márquez, no jugaba a las damas porque decía no ver sentido en una contienda cuyos adversarios están de acuerdo en los principios. El precio del acuerdo que procura fijar, preservar y promover pragmáticamente unos valores, más que creídos, impuestos por las circunstancias, debidas a su vez a un estado de cosas refractario a la crítica, es la imposibilidad de una discusión seria sobre aquellos, con el consiguiente convencionalismo característico hasta de las propuestas en apariencia más arriesgadas que se hagan en tal contexto.

Hubo un tiempo en el que la literatura era una novedad: pocos sabían leer, luego cada vez más, y para éstos era nuevo cuanto se callaba en los lugares de predicación habituales pero podían encontrar en esos objetos tan aptos para salvar de la quema llamados libros. Concluido hace no tanto tiempo el proceso de alfabetización que tan crucial pareció en una época, en nuestros tiempos de lo que podríamos llamar postalfabetismo la novedad no se busca en la lectura, para quien está interesado en las letras, sino en la posibilidad de escribir y ser, eventualmente, leído. Puede ser un efecto de la pérdida de intimidad propia de la era de la intercomunicación, en la que el aislamiento reflexivo cede espacio a la interactividad, pero, así como la crítica ocupa un lugar cada vez menor, cada vez son más los que emprenden el estudio de las letras a través de la práctica. No el estudio de la literatura, con el conocimiento de la teoría y de las obras como objetivo, sino el del arte de escribir, utilizando modelos y técnicas para devenir creador.

Nulla dies sine linea

Que exista un saber a transmitir en este campo, aun si esto significa cierta simplificación de unos problemas complejos y algún grado de esquematismo en función de una aplicación más inmediata, es positivo y representa un avance para la cultura y su divulgación. Pero quien quiere aprender a escribir hoy en día se enfrenta, precisamente, y ya en la raíz, a la encrucijada antes descrita entre cultura y comercio, que procuran hacer sinergia pero no pueden evitar el conflicto entre los intereses que ponen en juego. El traslado a la práctica de la escritura de los métodos y técnicas de solución de problemas propios de la cultura del management y de la empresa, y sobre todo de la actitud pragmática característica de su enfoque, puede aportar un marco realista al escritor y una orientación a resultados, como reza su dogma, que lo ayuden a concretar en textos completos unas ideas que de otro modo podrían no pasar nunca de vagas ocurrencias y tanteos. Sin embargo, no es suficiente con esto para escribir una obra valiosa, es decir, que además de cumplir con las convenciones de uno u otro género pueda expresar algo de la realidad. El discurso del amo, en este caso el del modelo productivo por vías repetidamente probadas, siempre encuentra quien lo aplique con el éxito esperado; incluso hay quienes triunfan así en sus negocios y se hacen millonarios. Pero esta ínfima minoría no libera al resto, que alienado bajo unas recetas sordas a sus auténticos problemas puede perderse errando en torno a un modelo inadecuado por tiempo indefinido. En este campo, teoría y técnicas podrían ser como la ciencia y la tecnología en el del desarrollo empresarial: base de dogma y manera de hacer cuya aplicación, presumiblemente, dará a la materia la forma buscada. Así, la planificación querría asegurar desde el principio el cumplimiento de lo previsto y lo ideal sería poder ajustar de entrada la oferta a la demanda, en este caso la de los lectores. Pero la materia, es decir, la historia por narrar, el tema y hasta la voz en ciernes del escritor que está tratando de encontrarla, ofrece una resistencia al orden que se le procura imponer y no es insistiendo como se logra hacer calzar a un pie en un zapato que no es de su número. Esa materia ha de ser conocida y es entonces cuando la crítica encuentra su función creadora. En el mundo sin revés de la publicación comercial, anulado el valor de la crítica como conocimiento, sólo quedan la producción y su rentabilidad como objetivos del trabajo. Pero no es el saber encarnado en teorías y técnicas, por más prácticas que éstas sean, el que puede enseñarle algo al aprendiz de escritor sobre su propio mundo y su conciencia, sino tan sólo el sentido crítico que sea capaz de desarrollar y aplicar. Karl Kraus escribió que un artista es alguien capaz de hacer, de una solución, un enigma. Análogamente, no serán las soluciones prefabricadas las que enseñen a nadie a escribir sino, por el contrario, los problemas imprevistos. Al tratarlos es cuando la escritura encuentra su función: escribir bien es pensar bien y llegar a hacerlo es el primer beneficio de aprender a escribir. 

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Un compañero en el laberinto

La génesis de una ficción, y todavía más cuando es autobiográfica, puede ser aún más compleja que la arquitectura de Dédalo; a veces, recorrer el laberinto que conduce al punto final puede tomar años y décadas. Éste es un caso y lo cuenta el propio autor; le agradezco mucho su invitación a recorrer el tramo último, que lo condujo victorioso a la salida.

En busca del minotauro

El peso de la realidad

por Héctor Aguilar Camín

Yo escribí Adiós a los padres atraído, desde el principio, por el peso de la realidad. La historia central de la obra es la historia de mi familia, la historia de un despojo, de mi abuelo sobre mi padre, quien destruye económica y vitalmente a mi padre, y con ello a mi familia, lo que trajo consecuencias irregulares para toda la vida y para todo mundo. Fracasé con los primeros intentos, de los cuales guardo algunos pasajes que son realmente abominables y vergonzosos; fue el libro que desde el principio quería escribir y no acabé de hacerlo sino cincuenta años después.

Avanzada la escritura de la obra, llega otro momento importante de su construcción, por el cual llamo a Adiós a los padres una novela y no una autoficción o unas memorias. El texto había crecido muy rápido en sus últimos nueve capítulos, escribí otros cuatro, lo retomé en 2011 y lo terminé en ocho meses. Es un libro de trece capítulos que tenía 150 mil palabras en el borrador original. Lo di a leer a muchos amigos, pero sentía que tenía un problema estructural, por lo tanto mi agente literario me recomendó a un editor argentino, Ricardo Baduell, a quien le mandé el texto. Lo que él me regresó fue una lectura intensa y creativa, me dijo: “Todo esto es muy bueno, pero tiene una intención interna que tú tienes que decidir y es: o te quedas con la fábula o te quedas con las historias que están alrededor de la fábula”.

Héctor Aguilar Camín, autor de Adiós a los padres

Todas las digresiones tenían que ver con aspectos que me gustaban mucho de mi historia familiar y de mi pueblo, con anécdotas que mi madre me contaba y que yo quería recuperar, con leyendas locales de Quintana Roo que eran parte de la familia, pero que no eran su historia. Hay un momento en el que aparece mi padre y en la vida real lo hace unos días antes de la gran celebración que le hacemos los hijos a mi madre por sus setenta y cinco años. Para ello hago un capítulo de la fiesta, que tenía casi 8 mil palabras, y que a pesar de estar bien, adolece de lo que apuntaba Ricardo Baduell. Empiezo a contar la fiesta y con ello a describir quién es cada uno de los invitados, porque es una manera de evocar los nombres de gente que quiero mucho, de personas muy queridas por mi mamá y, al mismo tiempo, hacer que ella aparezca rodeada por la gente real que la acompañó. Pero entonces me dice Baduell: “Eso que es un capítulo precioso, la narración de la fiesta de una señora, es una equivocación absoluta en la secuencia narrativa, porque tú me acabas de presentar al ‘minotauro’, me lo dejaste ahí pendiente y ahora quieres que yo lea 8 mil palabras para volver a él. Lo que ahora a mí me interesa no es la historia de la fiesta de tu madre, sino el ‘minotauro’”.

Con observaciones sobre digresiones como ésta, o como la de la historia del cacique maya que no era maya que, a pesar de ser muy buena, Baduell me dijo que no tenía relación con la fábula de la familia y solo distraía. Para cuando el editor y yo terminamos de hacer los ajustes, la novela tenía 45 mil palabras menos y creo que era mucho mejor, pues tenía menos lastre, que para mí era precioso, sin embargo era simplemente un distractor.

La obra al final del laberinto

Esta novela era una forma de reunir todo lo que había aprendido como historiador, periodista, escritor y, algo más que me agregó Baduell, la obligación de ajustar las amarras internas de la narración; es decir: perfeccionar el mecanismo convencional mediante el cual un escritor hace que el lector “siga picando cada granito de maíz” antes de levantar la cabeza e irse a ver la televisión. Esta novela, en ese sentido, es una realización plena, porque conté la historia completa, probablemente con partes que no le habrían gustado a mi madre. Y finalmente pude encontrar, en el caos de la realidad que era en mi cabeza, esa historia familiar, no la verdad, sino la estructura novelística, la de la fábula que había dentro de esa historia y al encontrar esa estructura fundamental de aquello que había sido mi vida y que nunca había visto con ese orden y esa precisión, sí hubo, muy exactamente, un momento de reconocimiento del sentido de mi vida y de la de mis padres.

Tengo una contraprueba de lo que digo y no es simplemente una impresión personal, porque la lectura de ese libro le provocó exactamente la misma impresión de autorreconocimiento en mis hermanos. Mi hermana Emma me lo dijo muy bien: “Yo recordaba todo esto, pero no lo había entendido”. ¿Qué hizo entendible la historia? La calidad de la fábula y la transparencia de la novela. ¿Siguen siendo misteriosos mis padres? Naturalmente, pero no en ese libro. En él hay la absoluta falsa impresión de que esa es la verdadera realidad de sus vidas, pero no, se trata de la construcción artística tomada de la increíble diversidad caótica, incomprensible e impenetrable de sus vidas y de la mía.

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Edición a medida

Cada editor, por más profesional que sea, tiene un modo personal de editar. O sea, una manera propia de leer. Como tú, por otra parte. Pero lo profesional es ponerse en el lugar de otro (¿el autor, el lector?) para despejar el camino entre el ojo que lee y la mano que escribe.

Los detalles que cuentan no son los mismos para todos

Entre el autor y el lector

Cuando se habla de que un manuscrito necesita un editing, en general se quiere decir, sobre todo, que hay que hacerle cortes, que sobran páginas y falta elipsis. Yo, sin embargo, no suelo tachar tanto como cambiar cosas de lugar. El capítulo 25 se convierte en el primero, éste es partido en dos y distribuido en el interior del texto, el desenlace se disimula páginas antes de que acabe el libro y de una escena perdida por el medio sale un final que funciona mejor.

Estas maniobras permiten a un asesino no ser descubierto antes de tiempo o a una historia fragmentada encajar bien todas sus piezas. Pero habitualmente acabo utilizando casi todo el material que el autor ha puesto en mis manos. No siempre es así, pero me gusta pensar que, al no haber muchos cortes, tampoco ha habido censura.

La verdad es que resulta asombrosa la cantidad de aspectos nuevos de cualquier historia que pueden revelar estos cambios de perspectiva sobre una anécdota y unos personajes que en cada versión son siempre los mismos. Yo mismo soy el primero en sorprenderme de los beneficios de esta práctica. Pero ¿existe una estructura ideal para cada relato o discurso?

Al fin y al cabo, no. Al igual que con las obras teatrales, siempre es posible otra puesta en escena, una nueva versión. Lo mejor sería poder adecuar cada obra a su lector, aunque incluso en nuestra época de impresiones a pedido y consumo inteligente sumamente individualizado parece un programa poco viable. Pero veamos.

Diálogo entre un poeta y un filósofo

Entre el ser y la nada

Un “ladrillo” de las dimensiones y la densidad de El ser y la nada puede hacer pensar que sólo una estructura lo bastante férrea como para mantener en pie un rascacielos alcanzaría para mantener semejante caudal de pensamiento dentro de un discurso coherente. Sin embargo, el propio Sartre, que no en vano era profe, sabía desmontar y remontar su mamotreto cuando la ocasión lo requería.

Un día se presentó en su despacho Jean Genet con el mencionado libro bajo el brazo. El poeta y ex ladrón consideraba al filósofo el hombre “más honesto” que conocía, de modo que fue al grano.

–Estoy leyendo su libro –anunció.

–¿Y qué tal? –sondeó el autor.

–Es difícil –admitió el lector.

Sartre era un hombre ocupado que siempre quería ayudar. De inmediato abrió su obra y, lápiz en mano, se puso a editar. Edición sin cortes, claro está: empiece por aquí, siga por acá, sáltese esto, retómelo después de aquello otro y así hasta haber organizado el recorrido de la obra completa más adecuado para el exigente autor de Las criadas.

Algunos días después volvieron a encontrarse y el pensador le preguntó si ahora le resultaba más claro.

–Por supuesto, ahora entiendo todo –fue la respuesta.

La anécdota se conoce, pero El ser y la nada que leyó Genet se perdió con él. Nos queda sin embargo una inquietud. ¿Era Genet tan singular que esa edición a medida sólo era buena para sus ojos? ¿O habría muchos lectores confundidos a los que hubiera convenido más que la publicada? O bien: ¿qué lector se hace oír entre un editor y un autor cuando una forma al fin se da por buena?

EJERCICIO

El estilo es el otro

“El estilo es el hombre al que uno se dirige”, dijo el psicoanalista francés Jacques Lacan. En efecto, todos adaptamos nuestro discurso a quien nos escucha.

¿Y a quien nos lee? Toma una pequeña anécdota cualquiera, inventada o ajena, y escríbela dos veces, dirigiéndote en cada una a un lector diferente. ¿Qué información privilegias en cada caso? ¿Qué das por sabido y te ahorras explicar? Un mismo argumento puede dar más de una historia, depende de a quién se lo cuentes.

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El personaje y la trama

¿Cómo se construye un personaje? ¿Cómo se teje una trama? Seguramente te has hecho estas preguntas más de una vez. No deja de ser un misterio, hasta para el autor más experimentado. Tiene algo de nacimiento.

La expresión que deja huella

El personaje se crea a sí mismo

Se enseñan fórmulas y técnicas, como esas fichas que permiten reunir hábitos, rasgos y conductas en un retrato coherente, que así se ajustará como un guante al rol que cumple en el argumento. Por ejemplo, José, de 50 años, es agente inmobiliario, está casado, tiene dos hijos y una amante de la edad de sus hijos. Le gustan el whisky y la vida nocturna, pero también el golf y los veleros. Etcétera, etcétera. Siempre se pueden agregar nuevos detalles, pero ¿qué de todo esto nos lleva a interesarnos en la historia de José?

Quizás nada o muy poco. Incluso puede que tanta información, circunstancial, no haga más que ocultarnos lo que importa. Es necesario en cambio ir al grano. Al corazón del personaje. Porque es ahí, además, donde suele anidar la historia que estamos tratando de contar.

El corazón en un cofre

Habrás observado que muchas novelas, sobre todo clásicas, tienen como título el nombre de su protagonista. Don Quijote, Madame Bovary y Anna Karenina narran la historia de cada uno de ellos. Eso quiere decir que el argumento, antes de desarrollarse a lo largo de 300, 500 u 800 páginas, se encuentra latente en su interior. No en vano se dice que el destino está en el carácter. Si pensamos en qué define a un personaje, en lugar de multiplicar datos circunstanciales como los que suelen llenar las fichas, pronto nos habremos concentrado en lo esencial y sabremos qué tenemos para descubrirle al lector.  

Pero lo que define a un personaje no es un simple adjetivo. Por el contrario, es su núcleo activo: aquello que lo pone en acción. A veces un adjetivo lo expresa: El avaro, de Molière. Pero lo importante es cómo esa avaricia determina la historia entera y su significado último. Hay enamorados en esta comedia, pero cuando al protagonista le roban su cofre comprendemos que en ese universo no hay pasión comparable a la suya por el oro.

La trama es el personaje en acción

No hace falta un montón de datos para poner el motor en marcha. Basta con un solo rasgo, pero hay que imaginar sus consecuencias. ¿Cómo activar esa bomba de tiempo? Si conocemos sus resortes, no es tan difícil. Iago sabe muy bien qué hacer con Otelo. Una vez arrojada la piedra al lago, el conflicto crece casi solo. Pero también los personajes, determinados por esta historia que convertirá al protagonista en lo que estaba llamado a ser.

Al comienzo, es sólo algo así como una inclinación fatal. Cuando la siga, ya se salve o se hunda, el personaje se irá construyendo a sí mismo con la trama que emana de él. De ahí el suspenso, que no viene de la acumulación de características o de desconocer el final sino de que un destino está en juego. ¿Qué le pasa al personaje? ¿Qué será de él, o de ella? Esto es lo que hay que preguntarse al empezar el relato, para que luego se lo pregunte el lector.

EJERCICIO

De un carácter a un destino

Al Avaro le roban su riqueza. Don Quijote es derrotado y recupera la razón. Edipo encuentra al asesino de su padre y se pierde.

Imagina un rasgo de carácter que defina a tu protagonista y el destino que corresponde a ese rasgo. Imagina el recorrido de un punto a otro, los encuentros y los obstáculos. El carácter de tu personaje es el planteo y su destino el desenlace. Pero debes tramar bien el nudo para tener un argumento completo.

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